José Martí Pérez y José Muñoz Cota, nacen separados por medio siglo de eneros y cientos de salinas leguas azules. Pocas veces distancia y tiempo son tan inútiles a la hora de desunir dos hombres, capaces de cincelar con su verbo el alma de los tribunos que habitan, incluso, más allá de sus horas y flagelar el rostro de los que manipulan las masas. Retan a muerte, con su hacer y decir, aquella praxis oratoria ejercida como instrumento de control y a quienes, diestros en su uso, manipulan las pasiones populares, de aquel, de este y de todos los tiempos.
En consecuencia, la obra de ambos concede a la oratoria un lugar notable. Varios de los conceptos esenciales del arte tribunicio, son abordados por José y José, con tan parecida raigambre ética, vuelo estético, arraigo en los valores y enaltecida humanidad; que se hace difícil, aún para los entendidos, advertir las distancias en medio de tamaña comunión en la luz. Razón fundamental de esta breve incitación a la exploración de tan altas cimas. Si bien, aparentemente distantes, como el Popocatépetl y el Iztaccíhuatl, cubiertos a ratos por las nieves del tiempo, cargan idénticas entrañas de fuego y son parte insoslayable del paisaje oratorio de Nuestra América.
El énfasis de uno y otro
tribuno en moralizar, embellecer, humanizar a través de la oratoria, responde a
múltiples factores. A los que escudriñan en el fondo de sus creaciones, con
frecuencia, se les escucha afirmar que ambos sienten la necesidad práctica de
dotar sus proyectos sociales y políticos con una praxis tribunicia, diferente a
la que sirve como herramienta dominadora en sus respectivos tiempos. Ello,
unido a la riqueza cultural de sus cosmovisiones, en buena medida, determina la
existencia de ese corpus conceptual sentipensante, en indisoluble maridaje con
la poesía y absolutamente fiel a la razón.
¿Dónde abrevan quienes
consiguen, en modos tan armónicos, semejantes propósitos? Esta, es pregunta prohibida
por Cronos a una incitación. De ahí que solo se enuncien algunos afluentes
comunes de un raudal nacido en las cumbres de la cultura universal. Platón, Cicerón,
Simón Bolívar, Juan Montalvo entre otros grandes del orbe y América, son puertos
comunes desde donde parten al encuentro, cada uno, con las cúspides de su
tiempo. Félix Varela, Luz y Caballero, María De Mendive en la Cuba de Martí.
Romano Muñoz, Horacio Zúñiga, Giménez Igualada, en el México de Cota. Encontrar
los vínculos y relaciones entre las fuentes que nutren el ceibo martiano y el
ahuehuete muñozcotista será el premio de aquellos que siguen las huellas de sus
palabras.
Las concepciones de estos
oradores sobre la oratoria, el orador, la elocuencia, la palabra, el discurso,
la tribuna, cargan con toda la luz de los mejores tiempos, están preñadas de
razón poética y posiblemente, con toda intencionalidad, dispersa en las selvas
de sus obras, de ahí que acopiar en una sola de ellas, un ramo único de esas preciadas
categorías o definiciones, es complejo. Serle fiel a la incitación prometida
exige abordar brevemente solo alguna de ellas.
Martí asume la oratoria como
expresión vehemente, forma exaltada y convincente de la racionalidad apasionada
que, en correspondencia con sus altos fines humanistas, requiere sujeción a
valores, elevada calidad estética, el concurso de las ciencias, así como la
disposición de los sujetos de la misma, al cultivo de la moral, el sentimiento
y la instrucción. Enfatiza en la multiplicidad funcional de su ejercicio cuando
afirma: La oratoria debe ser: ora acre, como la voz de la sátira; ora patética, como el dolor;
detonar como el trueno, sacudirse como los esclavos, transmitir e insuflar su
propio espíritu, y ser, ya medio alígera de fuego, ya desmayada voz de llanto.[1] Su filiación por los componentes clásicos de
este ejercicio es dibujado con palabras al decir: Pintaría yo a la Oratoria en un joven gallardo, de correcto perfil, de
cabellera desordenada, de mirada de fuego, de imponente ademán, con el desnudo
pecho y el enarcado cuello, mal
ceñidos y mal cubiertos por una túnica romana.[2]
Muñoz Cota, la considera
igualmente próxima a esa región de la erudición universal y con reverdecido estoicismo
asevera: La oratoria es una variante del
heroísmo. Plantado a la mitad del ágora, el orador habla por los demás, se
opone a la explotación y a la esclavitud, aboga por las causas nobles, ofrece
el pecho a sus victimarios (…)[3] Tamaña pretensión sería irrealizable
por un arte menor, al respecto el tribuno nacido en Chihuahua sentencia (…) la oratoria (…) no es concebible sin una
seria, profunda y amplia cultura, sin ser rico, en sabiduría, en filosofía,
economía política, arte, política, sociología, etc.; para no correr el riesgo
de firmar cheques en blanco.[4] A
esta condición determinante para el ejercicio suasorio, en 1878, Martí Pérez la
denomina fuerza de
doctrina, definición de sistema, hondeza de pensamiento y seguridad del asunto
hablado; en ello ve el misterio y resorte del éxito y la influencia verdadera del
discurso.[5]
Sin esfuerzo alguno se
amalgaman las ideas de estos grandes hombres, tal y como si sostuvieran un
intercambio epistolar, absolutamente irreverente con el paso de los años. Cota
resume: La oratoria no es un capricho ni
un aditamento cultural; responde a un imperativo vocacional; es en cierto modo,
el punto de arribo de la personalidad. Concreta diversas facultades del ser
humano y ofrece una imagen de lo que el hombre es, o puede llegar a ser si se
lo propone.[6] El
orador, la oradora, ser, si bien mortal como todos, capaz de lo eterno como
pocos, es sujeto al que prestan especial atención, en tiempos y espacios
diferentes, ambos José.
El Héroe Nacional de Cuba compara
a los oradores con cañones capaces de acostar un buque con su aliento. Esta
visión le hace afirmar: La Tierra tiene
sus cráteres; la especie humana, sus oradores.[7]
Consecuente con esta afirmación esclarece que orador (…) no quiere decir pintor de decoraciones, ni artista buhonero
que va cargado de cintas y de carreteles, sino hombre en quien se hace lava,
que brota y chispea al fuego, la adivinación, el juicio, la verdad (…)[8]
La posesión de tales valores por el sujeto que empuña la palabra, es igualmente
esencial para Cota, en su opinión (…) El
orador no es, tampoco, el habilidoso prestidigitador de la verdad al servicio
de un amo, listo para elogiar y ponderar a quien sirve; el orador admitimos, es
hombre íntegro, cabal, honrado, un caballero- tomado este concepto con su fondo
de dignidad- incapaz de mentir, de adular, de descender a bajos menesteres.[9]
Este (…) hombre virtuoso instruido que expresa ardientemente la pasión.[10] (…) no es solo un operario de “lengua veloz
y ejercitada”, es un varón prudente, estudioso, investigador, que lee con
acierto, anota y retiene los pensamientos célebres para salpicar, después, sus
oraciones, con el testimonio de los ingenios superiores que en el orbe han sido.[11]
Ambas definiciones conceden un papel determinante a la virtud. Se refieren a la
significación de la instrucción. Acentúan que los fundamentos de las ideas
expresadas por quienes oran, están más allá del estudio de la retórica y del
lenguaje. Enfatizan en la necesidad de conocer profundamente al ser humano. Identifican
a los tribunos entre los seres de singular apasionamiento, capaces de asumir
todas las tribulaciones propias de la praxis social.
Guiar, irradiar, contribuir a
conducir con seguridad a las masas, es para ambos mucho más que deslumbrar con
la palabra, es sentido del deber, que se concreta en la capacidad de
anticiparse, prever, predicar y amar.[12] Es,
en fin, orientar los públicos, pero dándose entera y eternamente a ellos como
condición previa para la consecución del éxito en tan compleja actividad.
Para el discípulo de Mendive la
única elocuencia estimable,[13] es
la que arranca de la limpieza del corazón. En igual dirección el párvulo de
Zúñiga sigue (…) el camino de la vocación
cumplida para hallar a la elocuencia (…)[14] en un discurso que, como bien afirma, no
está reñido con la poesía y que pudiera y queda por ellos conceptualizado como
una exteriorización vehemente de observaciones, ideas y juicios madurados con
anticipación. Oración miliaria[15]
capaz de clavar en la mente, como términos de luz, las verdades que el genio
descubre en el análisis de lo actual para guiarse y guiar en lo futuro, comunión
perfecta del orador y su auditorio.
La martiana exigencia de que la
palabra lleve ala y color[16] es cumplida
con creces en el texto “El Hombre es su palabra”. Allí consta la preocupación
de su autor por lograr con ella perspectiva humanista, ascensión cogitativa y
deleite estético. Uno y otro, armonizan al afirmar en días y tribunas diferentes,
ideas de iguales quilates. Así expresan que las palabras han de tener a la vez
y sin exceso de ninguna de las tres, sentido, música y color.[17] Así
convienen para alertar que (…) hay
palabras que esconden el rostro, que no dan la cara tras de vistosas máscaras,
cuando lo deseable, lo valiente, es que las palabras actúen desnudas de
afeites, tal como son, afrontando el peligro y la responsabilidad, exponiéndose
a las precisas consecuencias.[18]
¿Cómo heredar tan fértiles
parcelas, testadas a favor de los que aman y fundan? ¿Cuáles albaceas guardan esas
palabras poderosas y bellas capaces de ser a la vez, piedra de cimiento, fusil,
respuesta grave y decisiva, lazo amoroso y anatema? Premeditadamente, omitiré
los nombres de los Maestros, así evito lastimar la modestia de quienes no
buscan aplausos mientras tenaces señalan el camino por el cual se pueden llegar
a poseer esas palabras, si bien diferentes en cada cual, únicas a la hora de impedir,
siempre a muy altos costos, que se disimule lo que ha de revelarse y que el verbo
flamígero se reduzca a cenizas, a vil pintura, vil albayalde y vil carmín.
La palabra inspirada, dicha en
forma elocuente es y será para José y José, taller de alas,[19] espacio,
medio y forma para construirles libertades a la mujer y al hombre americano. Es
también un talento extraordinario cuya utilidad para la acción social depende
de su grado de madurez. Mientras más trabajada sea, mayor será el alcance y la
eficacia que puede alcanzar en el abordaje de los más escabrosos temas, sin que
por ello decrezca su poder, aun cuando se abuse de ella.[20] No
exagera el Apóstol de Cuba al denominarla bandera de Dios, que en el decir de
Muñoz Cota flamea en la garganta de los pueblos, que no es otra, que el orador.
Enraizados cada uno en su siglo, florecen sobre los venideros y cuales ríos que
de manera natural nutren nuestras selvas, ofrecen el fértil delta de sus obras para
el asiento del verbo libre.
Uno y otro comulgan en la luz
emitida al consumir el óleo de sus propias vidas. Se saludan entonces a través
del tiempo. Cota, cuando sobre el cubano, expresa: De José Martí quisiéramos copiar todo el volumen que ata su producción
en prosa, ensayos, estudios y discursos. Su prosa es cortada, directa,
fulgurante. Habla a hachazos, a golpes de pasión, a borbotones de energía; como
si su coraje de hombre rebelde fuera en la tribuna sometido a su genio creador.[21] Martí, cuando predice a los oradores futuros
de la patria grande y sobre hombres como Muñoz Cota anticipa: Hablaran no ya
con meras palabras humanas, sino con palabras capaces de flamear
como banderas, apretar como compromisos, resonar como tablas de broce y brillar
como corona de plata.[22]
¿Acaso no fueron así las
palabras de José Muñoz Cota y José Martí? Siempre ante el florilegio de usar
las palabras que reducen o elevan; prefirieron aquellas en las cuales, rasgado todo vestigio de lo común en la
tierra, su desnudez e infrecuente humanidad las hicieron ser eternamente
amadas.
Sus espíritus, en una crucifixión
más dura y meritoria que la del cuerpo, enlazan aún el alma del hablante con
las almas de los que escuchan, permitiéndoles de norte a sur esparcir, hasta la
eternidad, en nuestras tierras, la palabra nueva.
¡Señoras y señores!
Dr. C Carlos Alberto Suárez Arcos
[7] MARTÍ,
José. Wendell Phillips. La América,
febrero de 1884. OC, versión digital. La Habana: CEM, 2002. t.13, p.57.
[8] MARTÍ,
José. La Nación, 16 de agosto de 1889.
OC, versión digital. La Habana: CEM, 2002. t.12, p. 262.
[10] MARTÍ,
José. Notas sobre la Oratoria. OC,
versión digital. La Habana: CEM, 2002. t.19, p. 450.
[12] MARTÍ,
José. Apuntes para las conferencias sobre
América. OCEC. La Habana: CEM, 2002. t.6, p. 86.
[13] MARTÍ,
José. Céspedes y Agramonte, 10 de octubre
1888. OC, versión digital. La Habana: CEM, 2002. t.4, p. 361.
[15] MARTÍ,
José. La Nación, 22 de junio 1889. OC, versión digital. La Habana:
CEM, 2002. t.12, p. 219.
[16] MARTÍ,
José. La Nación, 28 de julio 1887.OC, versión digital. La Habana: CEM,
2002. t.11, p. 196.
[17] MARTÍ,
José. Fragmentos No. 170. OC, versión
digital. La Habana: CEM, 2002. t.22, p. 102.
[19] MARTÍ, José. Wendell Phillips. La Nación, 28 de marzo 1884. OC, versión digital. La Habana: CEM,
2002. t.13, p. 65.
[20] MARTÍ, José. La Nación, 15 de abril 1887.
OC, versión digital. La Habana: CEM, 2002. t.11, p. 156.